domingo, 24 de octubre de 2010

MALAGA. Crónica de la ciudad ausente. (MALAGAHOY)

Los proyectos de futuro y las intenciones políticas se acumulan en un enclave que se ve desmantelado paulatinamente, como un barco fantasma hecho sólo de promesas

PABLO BUJALANCE / MÁLAGA | ACTUALIZADO 24.10.2010 - 01:00
Con el término ejido, derivado del latín exire (salir), los antiguos pobladores castellanos se referían a los campos comunes de un municipio que se localizaban a la salida del mismo. Vendría a traducirse, entonces, como las afueras. En Málaga, esta extensión se dio en una altura que el devenir de los años ha dejado próxima al centro y perteneciente a su distrito, aunque la pendiente sigue siendo la misma del siglo XVI (entre los estudiantes del campus universitario y practicantes del botellón es popular cierto nombre, bastante grosero, que se aplicó a una de las cuestas de acceso desde la calle Refino con el fin de dejar bien claro el esfuerzo que hay que acometer para subirla). Hoy, y todavía, El Ejido debe su popularidad al campus universitario, que en la última década ha sido paulatinamente desmontado y trasladado a Teatinos en un proceso no terminado aún. Durante el mismo plazo, ya sea desde el Gobierno o en campaña, los próceres municipales han anunciado diversos proyectos a llevar a cabo en el barrio una vez que no haya rastro de las facultades y escuelas: una ciudad del cine, una ciudad del conocimiento, equipamientos culturales y sociales de lo más variopinto. Por ello, no es de extrañar que de vez en cuando se escuchen entre los vecinos y los llegados de otros lares comentarios como "¿Qué va a pasar con todo esto?", "¿Qué irán a poner aquí?". Pasea uno entonces por la calle San Millán, o por la misma Plaza de El Ejido, con una precaución de entomólogo, sabiendo que el suelo que pisa no existirá en unos años, que este barrio será de uno de los muchos a los que regresarán los niños que ahora juegan en sus calles después de tanto tiempo y se dirán "no reconozco nada de lo que hay aquí, me siento como un exiliado en mi propia casa".

Esa sensación de barco fantasma, de ausencia ganada de antemano, se filtra en cada escena que ocurre en este mediodía gris, en el que las nubes calladas insisten hasta provocar el dolor de cabeza. Una chica pasea con su violonchelo a cuestas, cabizbaja, se dirige al Conservatorio Superior, da la impresión de que no ha estudiado bien la lección, Schubert se pierde en sus brazos antes de que sea capaz de transmitirlo a las cuerdas. Conforme sube uno por Puerto Parejo se escuchan ya los primeros pianos, los acordes aprendidos, un clarinete se cuela entre las ventanas, un edificio tan antiguo que apunta directamente a la melancolía, la música parece aquí cuestión de lágrimas, como en la vida. Suena una batería, un alumno emocionado con el crash, se estudia jazz en clase de percusión. En la puerta principal unos chicos discuten sobre anacrusas y corcheas con la vehemencia de los expertos en ciernes.

De nuevo en la calle San Millán, el instituto Cánovas del Castillo y al otro lado Polifonía con su muestrario de guitarras y el Ateneo de Música y Danza. Hay talleres de encuadernación, pero ya apenas sobreviven las reprografías que antaño sirvieron a los universitarios. Aparecen en el muro los graffitis y dos señoras entablan una conversación animada en la puerta de un supermercado. Salta a la vista un mestizaje que se explica por sí solo, chicas con velo, dos amigas de origen latinoamericano que evitan la cámara como pueden, orientales silenciosos que circulan a toda velocidad, un establecimiento donde se anuncia comida colombiana y donde cada noche ciertos adolescentes acuden a jugar al billar. Continúa el paseo al hilo de la calle, como un Teseo sin miedo al Minotauro, en sentido circular. En la nueva Plaza de El Ejido algunos estudiantes comparten sus apuntes tempranos, apenas arrancado el curso, mientras dos gitanos de la Cruz Verde entrenan a sus perros. La iglesia del Buen Pastor luce hermosa desde aquí, a sus espaldas, pero la realidad se impone y el tráfico se satura como un espanto de doble fila y atasco impenetrable. En el jardín, dudosamente limpio, más estudiantes fuman en los bancos. Los edificios académicos transpiran su decrepitud en desconchones y manchas, en otro exilio hecho de ladrillo viejo. Una visita a la Facultad de Económicas, a los antiguos comedores del campus, a la Escuela de Arte de San Telmo en la que una chica de aspecto gótico sube las escaleras a toda prisa. Algunas esculturas se exponen en el patio. Todo ocurre en un compás que parece engañar a la vista, como en una película de cine mudo.

Tras completar el recorrido en redondo, de nuevo frente al Conservatorio, donde nuevos sonidos inspiran en esta ocasión un letargo tardío, la calle Miguel Bueno Lara conduce a la Alameda de Capuchinos. De camino, una fachada verde recuerda a ciertos tebeos en los que los personajes, perros y humanos, exponen sus soledades en la misma panorámica. El fragor es aquí más intenso: hay mucha gente caminando en las aceras y el tráfico se deshace en movimiento. Hombres que buscan un taxi desesperados, mujeres que hablan por sus teléfonos móviles mientras cruzan la calle como si el resto del mundo no fuera con ellas, dos amigas que se ríen a voz en grito en la puerta de la antigua Escuela de Arte Dramático. La inercia conduce al caminante hacia el Molinillo. Hay obras ruidosas y el trazado es a veces peligroso. Un anciano desarrapado va hablando solo. Salen al paso algunos solares, repletos de matojos y cascotes, en los que las basuras también empiezan a acomodarse. Frente a la Plaza de Capuchinos se abre un callejón sin salida donde una hiedra corona la pared y en la que unos hombres toman unos vinos. "Aquí se come muy bien y muy barato", sentencia otro caballero de bigote piloso y gafas redondas desde un banco. El monumento a Miguel de Molina luce el desgaste del tiempo frente al de Fray Leopoldo, más entero. El Centro de Internamiento de Extranjeros es un fuerte cerrado a cal y canto contrario a toda emoción humana. Los dulces de la pastelería Aparicio huelen a gloria: las torrijas son aquí el verdadero monumento en Semana Santa. Imagina uno a Miguel de Molina jugando de niño en estas calles. Procede seguir el rastro de la Divina Pastora hasta dar con la que lleva su nombre. Aquí está: una salida al Molinillo en la que un perro que ha sido atropellado arrastra sus patas traseras. Una tragicomedia servida en frío.

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