viernes, 15 de enero de 2010

El espacio habitado en las entrañas (Málaga Hoy)

El espacio habitado en las entrañas

Los monumentos, como las procesiones, van por dentro l Málaga puede presumir, y presume, de edificios y rincones envidiables, pero esta presunción es siempre aséptica: olvida que la persona necesita una relación emocional con el entorno en el que vive l El cariño siempre vale más que un BIC


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El Ayuntamiento de Málaga, nada menos dado al romanticismo, y sin embargo merecedor de consideración sentimental.



CADA vez que veo ese estúpido anuncio de televisión en el que sale gente preocupada porque les cae bien un banco, tengo que plegar velas y admitir que mi relación con el Ayuntamiento, y aprovecho para confesarlo, es en un altísimo porcentaje puramente sentimental. Y no porque me embriaguen los sentidos ni me atice la melancolía cuando voy a una rueda de prensa del alcalde, o a arreglar cualquier papeleo en pleno cumplimiento de mis funciones y responsabilidades cívicas; es que lo mío con el Consistorio es una verdadera historia de amor paterno-filial. Mi padre fue policía municipal, antes de que el cuerpo pasara a llamarse Policía Local, y desempeñó los últimos años de profesión hasta su jubilación en la garita del Ayuntamiento, en la planta baja, ya saben, nada más entrar a la derecha, donde habitualmente están los agentes. El último lustro lo agotó enterito en turno de noche, vigilando que no hubiera problemas en la placidez de aquellos servicios tan silenciosos, entre crucigramas, el transistor, conversaciones con los compañeros y poco más. De niño le había admirado, claro, me imponía la pistola que llevaba encima y que decidió inutilizar mucho antes de que yo naciera, después de la única ocasión en que al parecer estuvo a punto de utilizarla. Pero cuando lo vi allí metido, en el cuartucho de muebles viejos, pasando el tiempo sin mucho que hacer, el mito se me vino abajo, aunque imagino que este trago respecto a mi progenitor es natural y hasta saludable para todo hijo de vecino. Por entonces yo empezaba a convertirme en un golfo y a salir de noche hasta tarde, para berrinche de mi madre, y a veces, después de gandulear en los bares del centro, de meterme en algún concierto de rock demasiado lastimoso en antros poco higiénicos junto a otros seis o siete sospechosos y hasta de beber alcohol impunemente en la calle, me acercaba a la Casona para visitarle, de madrugada, y hacerle compañía un rato. Uno se siente importante cuando llama a la puerta del Ayuntamiento a las tres de la mañana y te abren. Por eso, no puedo evitar acordarme de mi padre cuando entro hoy al Consistorio y paso por el arco de seguridad, tan moderno, mientras meto mi bolso en el escáner. Entonces miro a la garita y me parece verlo todavía por allí. A él y a sus compañeros, con los que trabó amistad. Hombres de su edad en su mayoría. Muchos, por lo que he podido ir averiguando, ya han fallecido, pero en algún rincón de mis entrañas siguen inventando juegos o distracciones para aguantar la noche. Y me imagino, con 15 años, metido en sus disquisiciones sobre política, en las que ponían verdes a buena parte de la corporación municipal de antaño. Si supieran lo poco que han cambiado las cosas.

Comprenderán por todo esto, y perdonen semejante arrebato emocional, que la inscripción del Ayuntamiento en el catálogo de bienes protegidos de la Junta de Andalucía con la categoría de monumento me importe más bien un pito. El Consistorio, lugar tan poco dado al romanticismo, es para mí un monumento desde hace mucho porque me ha dado momentos y personas que no olvidaré nunca. Hace poco escuché al astrofísico Pérez Mercader decir, citando a no recuerdo quién, que quien mira a las estrellas y no se conmueve no tiene corazón. Y creo que con los espacios que habitamos ocurre lo mismo: el ser humano necesita mantener una relación emocional con el entorno en el que vive y sus elementos. Es lo que cierto urbanista chino, según me contó Alfredo Rubio, bautizó comotopofilia. Es verdad que Málaga tiene muchos rincones envidiables, pero no estoy tan seguro de que fomente el cariño y el orgullo hacia los mismos. Eso explica en parte la pasiva destrucción de su patrimonio más identificativo, del Perchel a la Trinidad. La fría asignación de un BIC no vale nada de por sí si no hay corazón; y cuánto nos falta, aún.

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