El Teatro Alameda cumple medio siglo, y celebrarlo es celebrar que esta ciudad conserva, a pesar de todo, rincones en los que uno se siente a gusto con el que fue hace décadas l Pocos argumentos hablan hoy tan bien de Málaga y pregonan mejor su imagen más deseada l El espectáculo debe continuar
| ACTUALIZADO 16.09.2011 - 01:00
PUES sí, hoy voy a escribir sobre teatro, uno de los pocos asuntos sobre los que merece la pena sentarse a escribir hoy día. Y hacerlo en clave urbana, como corresponde al Calle Larios, obliga a dedicar el artículo al Teatro Alameda, que estos días anda muy feliz celebrando su medio siglo de vida, con nuevo patio de butacas y todo. En realidad, los orígenes del local de la calle Córdoba se remontan a 1907, cuando se instaló en la misma manzana el Cine Pascualini, el primero que proyectó en Málaga películas americanas. La Guerra Civil redujo aquel emblema a cenizas, y en los años 40 se construyó un estanque con barquitas, como El Retiro en pobre, que se hacía llamar El Palacio de Cristal. Entre 1955 y 1960 funcionó allí el Cine de Verano Terraza Alameda, que traspasó su nombre al siguiente proyecto, inaugurado el 22 de diciembre de 1961 con una función de ópera cuya recaudación fue destinada a las Hermanitas de los Pobres. Concebido ya como espacio polivalente, acogió desde el principio funciones teatrales y proyecciones cinematográficas (la primera película que pudo verse allí fue El día más largo, nada menos) y así se mantuvo hasta 1988, cuando una profunda reforma lo convirtió en multicines, con las dos salas de la segunda planta añadidas a la principal. Ésta quedaría consagrada al teatro a partir de 1995, y la última reforma ha ampliado su aforo desde 500 localidades a más de 600. Un teatro es como una ciudad: crece, mengua, estalla, arde, ríe, es derribado en un bombardeo y sólo resiste a base de reinventarse. La historia del Alameda, por tanto, ha corrido en paralelo a la de la ciudad que lo acoge. Y es curioso, porque en Málaga abundan los ejemplos de lugares que uno creía siempre suyos y que en los últimos años se han convertido en extraños, poco acogedores. A base de reivindicar sus derechos sobre el Teatro Romano, felizmente recuperado ayer para su uso escénico por una iniciativa municipal, el Ayuntamiento y la Junta de Andalucía han conseguido que el enclave parezca cosa de ellos, una exclusiva de la administración cual hueso al alcance de los perros, como si no tuviera nada que ver con quienes lo admiran y sueñan a diario. Aquel misterio llamado Tabacalera, que en la infancia de los de mi generación excitaba los sueños más góticos y tenebrosos, hoy es un agujero erigido como monumento al fracaso. Por no hablar del Cine Albéniz ni del Centro de Exposiciones de Renfe, así como de otros muchos palacios de antaño hoy escaldados en ruina. Pero el Alameda mantiene una fidelidad reconfortante. En sus salas, uno se reconcilia con el mismo que asistía a las mismas funciones y proyecciones hace diez, quince o veinte años, como un hogar para la memoria hecho en el presente.
Es cierto. Si el Alameda tiene cincuenta años, mi relación con él se remonta a más de veinte, cuando comencé a ir por mi cuenta al cine y al teatro. Así que mi historia también está íntimamente ligada a la suya. Recuerdo tantas películas en aquella adolescencia, a menudo europeas o independientes, cuando pretendía justificar cierta inclinación snob por mi parte y de paso impresionar, siempre sin atisbo alguno de éxito, a alguna amiga del instituto que accedía a acompañarme. En cuanto al teatro, recuerdo especialmente una representación del Calígula de Albert Camus a cargo de la compañía cubana El Público que me impresionó tanto en aquellos años que ya entonces contribuyó decididamente a mi filiación absoluta a la escena, como un juramento amoroso en el que me he mantenido firme hasta hoy. Recuerdo haber ido con mis padres a ver las comedias de las estrellas de turno, como islas en el recuerdo que desgraciadamente jamás volveré a visitar. La cita para ver a Faemino y Cansado con los amiguetes se hizo obligada cada vez que el dúo comparecía en el teatro. Luego, con el ejercicio de la profesión, disfruté la fortuna de realizar en el ambigú algunas entrevistas memorables, de las que permanecen grabadas a fuego: Concha Velasco, Lola Herrera, Rafael Álvarez El Brujo y tantos otros, largos ratos de conversación reveladora y, qué quieren, lo admito, privilegiada. El ambigú, por cierto, es un escenario excepcional para tomar un café al estilo español, ya saben, como si Jardiel Poncela estuviese a punto de bajarse del taburete, y el personal del teatro (permitan un saludo especial a Carlos Sánchez Ramade) es siempre amable y atento, tanto que todos logran que uno se sienta como en su casa, lo que, tratándose de un teatro, se traduce en privilegio sobre privilegio.
En fin, mientras el Alameda siga en pie nadie tendrá derecho aquí a aburrirse. Medio siglo no es nada en la vida de un hombre. En la de un teatro, es sólo el principio.
Es cierto. Si el Alameda tiene cincuenta años, mi relación con él se remonta a más de veinte, cuando comencé a ir por mi cuenta al cine y al teatro. Así que mi historia también está íntimamente ligada a la suya. Recuerdo tantas películas en aquella adolescencia, a menudo europeas o independientes, cuando pretendía justificar cierta inclinación snob por mi parte y de paso impresionar, siempre sin atisbo alguno de éxito, a alguna amiga del instituto que accedía a acompañarme. En cuanto al teatro, recuerdo especialmente una representación del Calígula de Albert Camus a cargo de la compañía cubana El Público que me impresionó tanto en aquellos años que ya entonces contribuyó decididamente a mi filiación absoluta a la escena, como un juramento amoroso en el que me he mantenido firme hasta hoy. Recuerdo haber ido con mis padres a ver las comedias de las estrellas de turno, como islas en el recuerdo que desgraciadamente jamás volveré a visitar. La cita para ver a Faemino y Cansado con los amiguetes se hizo obligada cada vez que el dúo comparecía en el teatro. Luego, con el ejercicio de la profesión, disfruté la fortuna de realizar en el ambigú algunas entrevistas memorables, de las que permanecen grabadas a fuego: Concha Velasco, Lola Herrera, Rafael Álvarez El Brujo y tantos otros, largos ratos de conversación reveladora y, qué quieren, lo admito, privilegiada. El ambigú, por cierto, es un escenario excepcional para tomar un café al estilo español, ya saben, como si Jardiel Poncela estuviese a punto de bajarse del taburete, y el personal del teatro (permitan un saludo especial a Carlos Sánchez Ramade) es siempre amable y atento, tanto que todos logran que uno se sienta como en su casa, lo que, tratándose de un teatro, se traduce en privilegio sobre privilegio.
En fin, mientras el Alameda siga en pie nadie tendrá derecho aquí a aburrirse. Medio siglo no es nada en la vida de un hombre. En la de un teatro, es sólo el principio.
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