domingo, 4 de diciembre de 2011

El paraíso está en otra parte (Málaga Hoy)


Hay barrios de Málaga que sólo requieren ser nombrados · En La Palma y La Palmilla la connotación social de los contrastes, entre lo obrero y la marginación, se clava en el estómago · Nada hay más contrario al ciudadano que el urbanismo atroz e irracional
PABLO BUJALANCE / MÁLAGA | ACTUALIZADO 04.12.2011 - 01:00
zoom
En la página anterior, panorámica a la sombra del Cerro Coronado en la 
zoom
que destacan las alturas características de los bloques de La Palma. En esta página, de arriba a abajo y de izquierda a derecha, la simbólica rotonda de acceso al barrio por La Virreina, interior del mercado municipal, una mano de pintura a una fachada y basura nocturna amontonada en la calle Cabriel.
Es una mañana nubosa en el paseo de Mª Ángeles Arroyo Castro. En el bar de la esquina las mesas están ocupadas por la clientela habitual, hombres de más cuarenta años y otros que aún no han cumplido los veinte vestidos con ropa deportiva que distraen el tiempo con un café negro. Las mesas están literalmente devoradas por el óxido. El centro del paseo lo ocupa una acera ancha, con árboles secos y algunos bancos, que ordena el tráfico en los dos sentidos. No hay ni una sola plaza de aparcamiento disponible, pero tampoco ningún automóvil en marcha. Alguien está de rodillas junto a un banco. Es un chico joven, o eso parece. Lleva una sudadera y se ha puesto la capucha. Pero se le puede ver el rostro, desencajado. Tiene los ojos vueltos y babea abundantemente. Parece que está solo en el mundo. El perímetro del suelo que le rodea está repleto de cartones, pero resulta improbable que haya pasado la noche allí. De un momento a otro va a darse de bruces contra el suelo. El golpe puede ser fatal, ha perdido ya el conocimiento y la gravedad deja cumplir su ley. Parece que ni los vecinos ni los hombres que siguen en el bar están al tanto. La soledad del muchacho es abrumadora. Pero entonces, en cuestión de un segundo, una muchedumbre se instala en el paseo. Una auténtica manifestación multicultural en la que conviven payos, gitanos, magrebíes, subsaharianos y rumanos. Corren al punto en el que el chico se derrama en líquidos. Alguien habla de una puñalá. Pero todo apunta a una sobredosis letal. Al segundo siguiente, cuando varias decenas de personas se disponen en círculos mientras corren hacia el moribundo, cuatro agentes de la Policía Nacional salen de otro bar en el mismo paseo. Tres de ellos llevan ya el casco en la cabeza. Corren a toda prisa, pero los espontáneos se les han adelantado. Al segundo siguiente, cogen al chico y lo meten en la trasera de un coche del Cuerpo que estaba subido en la acera junto a tres motos. Una nota común en el paisaje. Un segundo más y el coche sale disparado bajo el estruendo de la sirena. Conduce un agente. Los otros tres van en las motos. Un segundo más. La caterva se disuelve. La acera central del paseo se queda vacía. No, una mujer está paseando al perro, vestida con bata y pantuflas. Las mesas de los bares vuelven a estar otra vez llenas. "Lo venían buscando", dice una voz ronca. Una mujer que viste un velo islámico y chilaba entra a un badulaque en cuya fachada, sobre el muro encalado, alguien ha escrito en rojo el lema carmela.com. La singular Pasión a la que se ha asistido se ha resuelto en menos de diez segundos. Una joven atraviesa el mismo paseo a pie. No debe tener mucho más de veinte años. Viste un abrigo bien forrado, una falda vaquera y leotardos abrigados contra el frío. Lleva su bolso y algunos libros. Su apariencia es la de una chica corriente, anónima, una de tantas, guapa, maquillada con esmero y a la vez con discreción, el pelo recogido en una cola que resalta sus rasgos. Escucha música en su ipod. Ha asistido a la escena pero no ha alterado el paso un milímetro. Nada en su rostro demuestra preocupación ni urgencia. Simplemente pasa de largo pero tampoco se oculta. Parece que está acostumbrada. Uno se pregunta cuál es la clave para acostumbrarse ante algo así. Quizá son los ojos que no visitan la Palmilla a diario los que han quedado demasiado sensibles, enfermos de perplejidad. 

La chica continúa su trayecto hasta la parada del autobús. En las paradas de la línea 17 de la EMT esperan africanos con gafas de sol y mucho colorao, gitanos mayores que se frotan las manos ateridas sobre el bastón, jóvenes madres llegadas de Europa del Este que se disponen a pasar la jornada pidiendo limosna en los parkings del centro y también trabajadores con monos y uniformes, amas de casa dispuestas a llenar sus carritos en el Mercado Central y estudiantes. Las historias más tremendas, no obstante, las cuentan los usuarios de la línea nocturna que atraviesa el barrio cada madrugada. Los conductores son por lo general muy jóvenes y no todos los autobuses llevan mamparas de protección. Merece la pena verlos a las dos de la mañana expulsando a empujones a quienes pretenden amenazar al resto de viajeros con tal de sacarles lo que sea o colarse sin pagar el billete. En cuanto al parque móvil, en La Palma y La Palmilla ya se ven muchos menos coches de lujo que hace unos años. El negocio de la droga sigue estando en manos de subsaharianos en su mayor volumen, aunque el trapicheo es constante y visible en cualquier esquina, practicado por personas de la más amplia condición. En la calle Cabriel siguen sin ascensores después de que algunos vecinos vendieran como chatarra todos los equipamientos de sus bloques. El número 27 es un pozo ciego repleto de basuras, con sus muros quemados y sus ventanas tapiadas. En las pintadas que cubren cualquier superficie vertical se sortean amenazas de muerte y declaraciones de amor. 

Ya en el Mercado Municipal la impresión es distinta, propia de un barrio obrero, con los clientes, en su mayoría mujeres, haciéndose con el mejor pescado del día. La Palma fue de hecho un barrio obrero que durante los años 60 y 70 ofreció a muchas familias malagueñas viviendas dignas y asequibles. La Palmilla, fundada en 1964 bajo el impulso del Cardenal Herrera Oria, acogió en su origen a otras familias procedentes de núcleos chabolistas desmantelados. La combinación nunca funcionó y ya a finales de los 70 muchos de los vecinos obreros de La Palma se trasladaron a barrios cercanos, como Martiricos o La Virreina, ante la que se les venía encima, cuando el tráfico y consumo de droga se traducía en muertes demasiado habituales. Pero otros se quedaron. Una señora que luce una medalla del Cautivo lo expresa casi con orgullo: "Vivo aquí desde 1975. He podido irme, pero no lo he hecho". El urbanismo, atroz, que parecía incluir ya en su diseño los contenedores improvisados en los que habrían de acumularse los más diversos escombros a costa de zonas verdes, impide casi cualquier contacto vecinal. El esparcimiento es una broma de mal gusto. Cualquier asomo de jardinera está extremadamente sucia. La arquitectura no es mucho más amable: los accesos de los bloques de viviendas de La Palma, sean los de mayor o los de menor altura, están hechos a base de rejas. Todo es afilado y metálico, más presa para el óxido. Entre los bloques, a distintas alturas, se disponen algunas zonas diáfanas con bancos y papeleras, casi siempre destrozadas. Las reuniones organizadas de pie y en círculo para garantizar la mayor confidencialidad se repiten en casi cada esquina. Lo habitual es que en ellas participen seis o siete hombres, gitanos y payos, algunos magrebíes, nunca mujeres. Miran constantemente sobre sus hombros y si se les presta una mínima atención enseguida retan con los ojos bien abiertos. 

Algunos bloques están siendo objeto de reformas. En la calle Guadalbullón, junto al Cerro Coronado, un operario da una mano de pintura montado en una grúa. Hay motos desvencijadas por todas partes. En la zona que linda con la avenida de Valle-Inclán, frente a la comisaría, las viviendas unifamiliares parecen recordar el sueño del barrio que quiso ser. No importa. Ese barrio debe estar en otra parte.

No hay comentarios:

Publicar un comentario