Como una ciudad autónoma en la que cualquier arquitectura es posible, este rincón defiende su condición de ladera con fachadas de ensueño, enredaderas dotadas de ambición humana y la vida hecha hacia dentro
PABLO BUJALANCE / MÁLAGA | ACTUALIZADO 20.02.2011 - 01:00Como en una novela de Murakami, Málaga dispone de puertas tras las que la ciudad parece ser otra, sugerida al menos, tal vez soñada, como una presencia en la que uno se siente más vulnerable, menos defendido por la costumbre. Desde La Victoria hasta Conde de Ureña apenas media un tiro de piedra. Suficiente para que el mundo sea otro, otro el planeta, construido el nuevo que se dispone en la ladera del monte a base de fachadas sugerentes, hechas de ladrillo rojo, rosetones armados y enredaderas dotadas en su escalada de ambición humana. Al pie pronto le resulta insuficiente la acera estrecha, pero en la calle que da nombre al barrio, una cuesta hacia arriba óptima para voluntades atléticas, el tráfico se ordena en un improbable doble sentido que los automóviles soslayan a menudo, no pocas veces con más velocidad de la deseable. Se impone el silencio: en el cercano Compás de la Victoria abundan las terrazas, las cervezas brindadas al sol, los comentarios urdidos frente a los cajeros, la conversación vecinal y entrañable; nada de esto se sostiene al otro lado del mundo, nadie se cruza con nadie, el tiempo se estira como un ovillo hecho de asombro. Una mujer sale de pronto a su jardín y con una escoba sacude su buganvilla, barre el patio, todo en orden, luego regresa a la casa. Es la única criatura humana con la que vamos a compartir plano en mucho tiempo. Las fachadas se hacen monumentales, una de las casas de verticalidad tan impuesta es una hospedería famosa por su clientela británica, en la que unos pintores acometen reformas. El barrio sigue en ascenso, y tras cuatro o cinco puertas aquella otra Málaga, bulliciosa, amiga del ruido, cómplice del grito y enemiga de la serenidad, descansa convenientemente olvidada en algún lugar que la memoria no pretende. Los ladrillos son pronto más que rojos, azules, verdes, un cosmos de color y presunta vida.
Es que Málaga tiene su cariz más británico en Conde de Ureña. El barrio tiene su origen en algunos de los grandes industriales ingleses que se instalaron en la ciudad a finales del XIX y que encontraron en esta extensión próxima a las afueras, entonces integrada plenamente en el monte, la ubicación ideal para sus mansiones. Buena parte de ese espíritu se mantiene hoy. Una casa como Villa María, con su fachada digna de palacete victoriano, podría servir como sede más que competente a un museo egipcio. El artesonado de sus balcones, sus azulejos, la maravilla de sus dimensiones responden a otro tiempo, a la utopía de una prosperidad que en Málaga apenas pasó de puntillas. Se suceden más villas señoriales, todas cerradas a cal y canto: la vida, si realmente existe en este planeta, se hace de puertas adentro. Continúa la cuesta: no hay comercios, servicios, establecimientos de ningún tipo. Sólo más casas, desnudas o provistas de hiedras que disfrutan el ambiente húmedo del invierno. Hasta que al fin hacen acto de presencia los verdaderos señores de Conde de Ureña: los gatos. Callejeros o domésticos, de raza o peleones, con collar o habituados al contenedor. Ellos se relamen y se quedan mirando: su inhumanidad encaja a la perfección en este paisaje neto, tímidamente urbano.
El tendido eléctrico es un caos. En algunos postes el contubernio de cables crea confluencias peligrosas justo encima de algunos jardines. No se da sentido alguno del orden, todo es un disparate extendido sobre las fachadas que afea notablemente la estampa. A la par que los gatos, otras arquitecturas hacen acto de presencia. Las viviendas unifamiliares siguen siendo mayoría, pero aparecen algunos edificios de apartamento dignos del Torremolinos de comienzos de los 60, con sus balcones amplios, su geometría rudimentaria y la piedra como argumento esencial. Donde puede haber un coche aparcado, lo hay: debe ser imposible vivir aquí sin una plaza privada. El itinerario permite al fin una desviación: la calle Juan Such termina en una coqueta plaza redonda que conduce directamente al bosque de pinos, donde muchos perros pasean a las órdenes de sus amos. La calle Ulises, casi un pasadizo entre cocheras y lavaderos, un misterio a prueba de exploradores, desemboca de manera angosta en la misma naturaleza bucólica. Hay un lema a favor de la música, aunque el silencio es aún norma. La capilla del Monte Calvario corona el instante. Pero aquí abajo la suciedad es demasiada, demasiadas las bolsas de plástico. Un señor se dispone a tirar la basura, buenos días. Retazos de una práctica, la convivencia, que recuerda que Málaga es una y a la vez muchas. Su nombre es Legión.
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