sábado, 3 de octubre de 2009

MALAGA. De paseo por la ciudad cadáver (MALAGAHOY)

Regresa uno a los rincones olvidados de Málaga y los descubre todavía más desolados, ruina que se deja morir lentamente en una agonía para la que memoria parece haber hallado antídoto l La calle Viento, cerca del río, hace honor a su nombre l Una erosión callada la borra de todos los mapas.

ALLÁ por los 60 mi familia vivió en calle Viento, cerca del río, en el entramado urbano que se extiende entre la Avenida de la Rosaleda y Carretería. Coincidió aquella época con la emigración de mi padre a Alemania y mi madre se las tuvo que ver sola con mis tres hermanos, entonces niños de edades demasiado próximas. Conservo fotos de aquellos años, en las que aparecen quienes comparten mis dos apellidos hechos unos pequeñajos que apenas se sostenían en pie, asomados por unas rejas en una vía en la que había que pisar polvo y tierra. Allí jugaron a la pelota, a despellejarse las rodillas en tanta carrera, al trompo, al pincho. Algunos años después de que regresara mi padre se trasladaron alfuerte, en Carranque. Yo, que llegué tardío como un melón en octubre, mantuve cierta relación con la zona porque mi abuela vivía en la contigua calle Gigantes (donde también mi tía Trini, enfermera, había tenido un dispensario en el que sufrí las vacunas más terribles que mi memoria conserva), y de niño iba con mi padre a verla. A veces, después de la visita, mi viejo me llevaba a la taberna La Raya, a la misma vera de río, donde compartíamos unosbichitos y él bebía vino mientras yo me conformaba feliz con un zumito. También mi hermano mayor vivió una buena temporada en la Plaza de San Francisco y contribuyó a reforzar el vínculo. Ya entonces aquellas callejuelas que se me antojaban peligrosas estimulaban mi imaginación, que pintaba todo tipo de personajes macabros a la vuelta de la siguiente manzana. Nada en aquellos recodos podía parecer bonito ni atractivo, pero por alguna razón me gustaba cuando era niño campar por allí a mis anchas. Luego, cuando mi abuela y mi hermano se marcharon y La Raya cerró perdí toda conexión con el barrio y lo fui olvidando para regresar en contadas ocasiones. Hace poco lo hice, y pude comprobar que a Málaga le ha pasado lo mismo: entre tanto embellecimiento de calle Larios y tanto lío con Arraijanal se ha dejado atrás este pequeño fragmento de sí misma. No fue melancólico el sentimiento que me asaltó, sino algo parecido a un funeral, a un duelo, al respeto silencioso y molesto que se guarda delante de un muerto.

Anduve por calle Viento, por Nuño Gómez, Purificación, Álvarez, Gigantes. Todo era un vacío repleto de suciedad y mal olor que me convirtió directamente en un extranjero que mira a ambos lados antes de torcer la esquina, prudente en exceso. Bloques de pisos indistintamente cerrados o abiertos donde parecía no vivir nadie culminaban en un solar donde la vegetación crecía sin control: un abandono doloroso lo castigaba todo. Me acordé del Pedro Páramo de Juan Rulfo, había ido al último desagüe del mundo en busca de mi pasado y me lo encontré lleno de fantasmas. Como un Ulises hastiado que duda de la paciencia de Penélope me embarqué en calle Grama por si acaso algún estímulo me sobrevenía: nada. El pavimento levantado, coches abandonados, excrementos amontonados entre las calles Huerto de las Monjas, Carmelitas, Wad-Ras y Don Rodrigo, detrás de la comisaría. Una ruina que se caía a trozos lentamente, sin prisas. De vuelta a calle Viento, un vistazo más, hace honor a su nombre, una erosión callada e invisible la consume sin cesar un segundo, poco a poco, durará lo que dure. Ni un alma, ni una mirada humana a la que poder aferrarme, sólo los fantasmas. En Molinillo del Aceite, beneficiada por su desembocadura en Carretería, hallo al fin un mínimo consuelo, establecimientos interesantes, un bar en el que incluso tomar una cerveza o almorzar un menú casero a buen precio. Regreso por calle Gigantes, todo igual, el mismo aroma a barranco por el que se despeñan las bestias. No van a mover un músculo para tirar esto abajo, sólo esperan a que caiga por su propio peso. Aunque quizá para entonces lo habrán olvidado, qué habría aquí. Otro solar, al cabo.

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