martes, 11 de noviembre de 2008

«Le compro su casa mata» (SUR)

Quien tiene una vivienda de este tipo ejerce un poderoso efecto imán sobre los promotores. Pero sus dueños, por lo general personas mayores, no siempre están dispuestos a sucumbir a la oferta y embarcarse en una mudanza

Para cualquier promotor inmobiliario, las últimas casas mata que quedan en la ciudad son como una mina de diamantes sin explotar. Sobre sus terrenos, levantarían altos edificios en los que albergar decenas de pisos, cuya venta rentabilizaría con creces el precio del suelo. Sin embargo, para los habitantes de estas pequeñas viviendas no hay mayor tesoro que los recuerdos que guardan en cada una de sus paredes.

«Le ofrezco setenta millones de las antiguas pesetas y si quiere más, estamos dispuestos a negociar». Estas fueron las palabras que el representante de una entidad bancaria pronunció tras tocar al timbre de una casa mata en la malagueña calle Ayala. Sin que le temblara la voz, su propietario, Miguel Ramírez, rechazó la oferta y cerró la puerta. Ya está acostumbrado a recibir propuestas de este tipo.

Cambios en el paisaje

Miguel compró la casa hace casi medio siglo por 75.000 pesetas y ha llovido mucho desde entonces. Mirando a su alrededor, recuerda cómo la fábrica textil donde trabajaba y los campos de algodón que la abastecían fueron dando paso a una amalgama de edificios, entre bloques de viviendas, centros comerciales y hoteles. «Todo ha evolucionado a un 3.000 por 3.000», asegura, a la vez que compara el AVE y el futuro metro con el tranvía que antaño observaba desde su ventana.

Pero no sólo ha cambiado el paisaje, también lo ha hecho la familia. Sentado en el patio, mientras sus cuatro nietos juegan con patines y bicicletas, a Miguel aún le parece ver a sus tres hijos corriendo alrededor de un limonero que hoy continua allí plantado. Son precisamente esos momentos los que demuestran que más que una parcela susceptible de ser edificada, esta casa es un hogar repleto de recuerdos.

La vivienda de Miguel no es la única que hospeda en su interior escenas nacidas en épocas pasadas. El estrecho Pasaje de Briales concentra un conjunto de pequeñas casas mata. Casi pasan desapercibidas entre los edificios que se han ido alzando junto a ellas, pero hace setenta años eran lo único que poblaba esta zona cercana al barrio de la Trinidad.

Remedios García conoce de primera mano la transformación que ha sufrido el lugar con el paso del tiempo. Allí vive desde 1958 y hoy, cuando mira hacia la entrada del pasaje, se sigue acordando de los tomates, las lechugas y otras verduras que crecían en la huerta a la que acudía para hacer la compra. «Todo era diferente, había menos peligro y los vecinos hacíamos fiestas en la calle por las noches», recuerda, con nostalgia.

Rafaela Barquero es vecina de Remedios desde hace sólo veintiún años, pero disfruta viviendo rodeada de una atmósfera que le hace sentir parte de la historia de la ciudad. «Este pasaje es lo único que queda igual que hace setenta años», sentencia. Por ello, hizo oídos sordos a la oferta de compra que recibió hace cuatro años. Le ofrecieron un millón de pesetas por cada año de antigüedad del pasaje, pero no hay nadie en el mundo que pueda pagar un millón por cada uno de los recuerdos de su hogar.

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